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Este espacio anhela encender el espiritu critico de quienes deseamos vivir en una Patria con memoria verdadera. Y que mejor que generar un espacio que nos cuente las verdades historicas de nuestro pueblo y de sus verdaderos heroes, que pretendemos, dejen de ser anonimos.



martes, 16 de febrero de 2010

General Martín Miguel de Güemes


El Hijo de la Patria

En la invasión inglesa a Buenos Aires de 1806, fueron gauchos los que, con más arrojo que organización disciplinada, intentaron oponer sus recursos a los aguerridos batallones de las fuerzas británicas. Uno de esos gauchos levantó en ancas a Pueyrredón, cuando su caballo fue muerto en medio del combate de Perdriel.
Según escribió el historiador inglés Henry Ferns en su libro Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, los gauchos formaban una leveé en masse pero no estaban carentes de experiencia militar y su particularidad era que se trataba de jinetes por naturaleza. La experiencia militar había sido adquirida en la lucha contra el indio, ya que muchos formaban parte del regimiento de Blandengues, que cumplían funciones de guardia fronteriza y policía. Estos jinetes fueron reclutados por Pueyrredón, su superioridad numérica y su adaptación a las especificidades del ambiente los hicieron superiores a la disciplinada y bien equipada caballería de una nación europea.
El 12 de agosto de 1806, el ejército inglés, reducido a menos de mil mosquetes —en las playas de Quilmes, habían desembarcado 1635 hombres—, marchó hacía el Cabildo, cruzando la Plaza Mayor entre dos filas de milicianos criollos, donde hubo de rendir sus banderas, estrellando muchos de los vencidos con energía sus armas contra el suelo, frustrados e indignados por haber sido derrotados por aquellos “andrajosos”, “plebe frenética, que parecía asumir para sí el poder soberano”, como expresara el cronista inglés Alexander Gillespie.
En ese momento, por los arrabales septentrionales de la urbe, entraba un joven jinete con el pingo al galope tendido. Por su poncho colorado mostraba que era un gaucho salteño. Era el alférez Martín Miguel de Güemes del Regimiento “Fixo” de Buenos Aires. El gaucho Güemes, que tenía entonces 21 años, venía galopando desde la madrugada del día anterior, por el camino de postas proveniente de La Candelaria, paraje situado a 79 leguas [395 kilómetros] de Buenos Aires. Traía un despacho del virrey Sobremonte a Liniers, cumpliendo su misión en menos de treinta horas. Al presentarse ante el comandante de la Reconquista, de quien era el edecán y su principal ayudante, apenas pudo tomar un breve respiro. Una nueva misión le aguardaba.
Los pocos barcos británicos que habían sobrevivido al temporal de la noche anterior, se acercaron al Retiro para tirar sobre ese punto y sobre todo el bajo, desde allí hasta el Fuerte. En las primeras horas de la tarde, las fuerzas criollas colocaron en batería dos piezas de 18 libras, que lograron poner fuera de combate a un pequeño barco inglés y a la sumaca La Belén de los españoles, que el almirante Sir Home Riggs Popham había capturado en el Riachuelo.
El Justine, buque mercante, artillado con 26 piezas y tripulado con más de cien soldados, oficiales y marineros, estuvo disparando casi toda la tarde sobre las fuerzas de la resistencia. Desconociendo los secretos de la navegación en el río, quedó varado por una súbita bajante a unos 400 metros de las barrancas de la Plaza de Toros en el Retiro —hoy Plaza San Martín—, lo que fue advertido por los centinelas de la batería Abascal.
Liniers envía a su edecán hacia el Retiro con un parte de guerra: “Ud., que siempre anda bien montado; galope por la orilla de la Alameda, que ha de encontrar a Pueyrredón, acampado a la altura de la batería Abascal, y comuníquele orden de avanzar soldados de caballería por la playa, hasta la mayor aproximación de aquel barco, que resta cortado de la escuadra en fuga ” La orden sólo implicaba aproximarse al buque, sin referencia a su abordaje.
Pueyrredón, al recibir el despacho, puso inmediatamente bajo el mando de Güemes la única tropa montada de que disponía: no más de treinta gauchos armados con lanzas, boleadoras, facones, sables y algunas tercerolas. Estos no trepidaron en descender la empinada barranca y zambullirse en el brumoso río. Con sus caballos metidos en el agua hasta los ijares, se lanzaron tacuara en mano en una carga asombrosa, pocas veces registrada en la historia militar: el abordaje a caballo de un buque de guerra de la marina más poderosa del mundo de aquel entonces. Los bravos paisanos alentados por el alférez salteño abordaron la nave enemiga y lograron rendir a su tripulación luego de breve y reñido combate. Los británicos, muchos de ellos artilleros y tiradores excelentes, habían sido doblegados por el estupor de ver surgir repentinamente esos centauros marinos emponchados que trepaban sobre sus amuras con una vehemencia inaudita Las aguas cruzadas por gauchos a caballo capitaneados por Güemes, ya no son más aguas, el lugar que cubrían ha sido ganado al río y hoy es tierra firme. En ese sitio se encuentra la Plaza Fuerza Aérea Argentina. Reconquistada Buenos Aires, algunos jefes y oficiales ingleses fueron confinados en Luján. Allí, Beresford y algunos de los otros prisioneros que lo acompañaban, presenciaron un partido de pato. En este caso los protagonistas fueron soldados criollos pertenecientes al regimiento de Húsares. Formados en bandos, frente a frente, el capitán Vicente Villafañe, montado en un espléndido caballo —dice Ricardo Hogg— cruzó al galope en medio de ellos y al llegar al final de las filas hizo rayar su pingo y tiró el pato por encima del hombro. El espectáculo colmó de asombro a los oficiales ingleses, uno de los cuales, el teniente coronel Pack, donó como premio un par de espuelas de plata.
A pesar de la adversa suerte de las armas, los extranjeros fueron cautivados por el hechizo de la pampa y de sus gauchos. Cuestiones que se reflejarían en la literatura británica, así los describía Sir Walter Scott
“Las vastas llanuras de Buenos Aires no están pobladas sino por cristianos salvajes, conocidos bajo el nombre de “huachos”, cuyo principal mobiliario son los cráneos de caballos, cuya única comida es la carne cruda con agua, cuya única ocupación es apresar ganado cimarrón y cuya principal diversión es montar un caballo hasta reventarlo. Lamentablemente prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y muselinas.

Heroísmo y Gloria

En el año 1971 exponía en el Primer Congreso de Historia Argentina y Regional, celebrado en Tucumán, Reynaldo Pastor. De su trabajo “Acción de Güemes en el Norte Argentino” se extrae el capítulo titulado “Heroísmo y Gloria”. Decía Pastor:

“La “Acción de Güemes en el Norte Argentino”, es de tal magnitud que sólo podrá ser destacada plenamente colmando sendas y emocionantes páginas con los antecedentes que dan brillo y grandiosidad a la trayectoria con que el prócer ilustró el período más intenso de la historia de su tierra natal. Su sacrificada y vigorosa defensa, su firme solidaridad con San Martín, la influencia decisiva con que despertó en el pueblo el sentimiento del patriotismo y el amor a la libertad, sus relevantes condiciones de guerrero y conductor valeroso y, sobre todo, el fecundo resultado de su hazañosa gesta, lo señalan como la figura señera entre los patriotas que en el Norte de la República mantuvieron enhiesto el pabellón de la liberación de la América del Sud.

La suya fue una proeza de hondo sentido histórico y de gran repercusión bélica, en la que se destaca con nítidos perfiles el estoicismo y la inspiración sublime con que el “Centinela de la Patria” sostuvo su denodada lucha, sin declinación alguna, desde 1814 hasta 1821, prolongado lapso en el que él y sus huestes libraron centenares de sangrientos combates, en su mayoría favorables, con precarias y escasas armas y en medio de una impresionante pobreza, tal como se comprueba leyendo la correspondencia intercambiada entre Belgrano y Güemes.

En esas sobrias epístolas consta que Güemes le comunicaba a Belgrano que había consolado a los soldados en sus necesidades que le representaban con ternura y que él no tenía un peso para darles ni como proporcionárselo; que al cabo de dos meses había podido socorrer a la infeliz tropa con cuatrocientos pesos, que no les tocaría ni de a dos reales. En otra oportunidad le dice que se ha consternado viéndolos enteramente desnudos, pero siempre dispuestos a la lucha. Por su parte Belgrano informa al gobierno central que la tropa de Güemes está desnuda, hambrienta y sin paga, como nos hallamos todos. A Güemes le envía 200 sables, sin puños ni vainas, que así los ha recibido sin tener tiempo, ni suelas ni cosa alguna para repararlos porque todas son miserias, todo es pobreza y le aconseja que a falta de sables use lanzas, con las que sus guerreros harán primores.

En estas paupérrimas condiciones aquellos bravos legionarios de la Patria se batían, venciéndolos, con los veteranos ejércitos españoles que eran “los mejores porque habían vencido a los mejores ejércitos de Europa” y que venían comandados por jefes valientes, experimentados y famosos, a los que les sobraban armas, pertrechos, cabalgaduras, dinero y títulos. Era el espectáculo de Goliat frente a David que reproduce Guido en uno de sus cuadros, como quien dice la fuerza del gigante contra la debilidad del pequeño que ataca con su ingenio y audacia.

El secreto y a la vez gran mérito de Güemes estaba en la táctica que había aceptado siguiendo los lineamientos generales del plan sanmartiniano. Su admirable estrategia la describe López prodigándole el siguiente elogio:

“La campaña defensiva de Güemes que voy a describir, es en mi concepto un modelo en su género como plan estratégico y como ejecución consumada. No falló en ella una sola previsión; no hubo que lamentar un solo descuido, y todas aquellas milicias movidas y electrizadas por el jefe de la provincia invadida, obedecieron directamente a una sola voz, con la regularidad del ejército veterano más prolijamente preparado para las operaciones estratégicas de una guerra estrictamente campal. Si exceptuamos la famosa campaña de San Martín sobre Chile, las mayores luces de la escena y la imponente solemnidad de las batallas que le dan tantos prestigios, no hay entre las guerras de nuestra revolución ninguna otra que, como la de Güemes en Salta, ofrezca un modelo más acabado de regularidad en el plan y en los resultados”.

La primera vez que Güemes ensayó su singular táctica fue en el Alto Perú. Al frente de una división del ejército de Balcarce, en Suipacha, batió al Grl. José de Córdoba y Roxas arrebatándole “las banderas, 4 piezas de artillería, armamento de 1.300 hombres, bagajes, municiones, etc. y huyó vergonzosamente el malvado Córdoba” según la apasionada carta de Martín Rodríguez a Belgrano, del 4 de diciembre de 1810.

Yanci y Solá han evocado el triunfo de Güemes en Suipacha, sin que quede duda sobre que él fue el jefe de la fuerza vencedora que consagró a la Patria el primer lauro conquistado en tierras peruanas. De ahí Güemes partió para Buenos Aires en cumplimiento de órdenes militares y desde que regresó al lado de San Martín, dedicó su vida a contener a los incursores españoles oponiéndoles el coraje insuperable de sus milicianos con pasta de héroes. Desde entonces su acción bélica se desenvolvió en la inconmensurable región que se extendía desde las profundidades de la Quebrada de Humahuaca hasta la puerta o llave del Alto Perú, Jujuy, y de ésta hasta Salta, escala desde la que los invasores pretendían lanzarse sobre Buenos Aires.

En el desarrollo del plan estratégico de San Martín, Güemes fue el gran capitán y su movediza sombra no dejó dormir a los aguerridos generales del rey. En San Pedrito, Guachipas, Bañado, Sauce Redondo, Tuscal de Velarde y Cuesta de la Pedrera, Güemes y sus oficiales le hicieron perder a Ramírez Orozco centenares de soldados y oficiales, muertos, heridos y prisioneros y le arrebataron la artillería, fusiles, bastimentos, ganados y cabalgaduras; Pezuela en dos meses perdió 1500 hombres y debió huir con su aterrado ejército; La Serna, el más poderoso de todos los invasores, dejó a la vera de sus travesías a 1000 de los suyos, la caballada y todo el material de guerra, “excepto las armas que llevaban en las manos y los cañones sin cureña”, no “habiendo sido nunca dueños de más terreno que el que pisaban”. Mitre afirma que “aquello era más que una derrota, un desastre”. Y así les sucedió a Canterac, Valdez, Marquiegui, Olañeta y a sus lugartenientes, que debieron asistir a episodios de una intensa dramaticidad como el del día que la división de 800 hombres destacada al mando de Sardina, Vigil y Villalobos para proveer de víveres al ejército español sitiado en Salta, regresó hambrienta y aterrorizada, con las mulas destinadas a transportar el botín, cargadas con los cadáveres de la banda de música del Gerona y de numerosos oficiales, entre ellos el del jefe Sardina, que habían perecido en las emboscadas tendidas por Burela, Latorre, Ruiz, Rojas, Torino y Leytes.

Y así había de ser porque las partidas de Güemes, como el tigre que defiende su guarida, cebadas en los estragos que producían en los ejércitos españoles, los diezmaron sin compasión y las montañas, valles y bosques de Salta se vistieron de púrpura empapados con la sangre de los contendientes”.

En su extenso trabajo Reynaldo Pastor expone con marcada admiración los méritos del Grl. Güemes y al hablar sobre la muerte del héroe concluye diciendo:

“Su alma se elevó por sobre la perfumada selva que le había dado protección acunando sus inmortales y legendarias hazañas, pero, su espíritu siguió velando hasta que se cumplió la póstuma consigna del prócer. Widt puso sitio a Salta, hostilizando enérgica y duramente al ejército intruso comandado por Olañeta que huyó a refugiarse en las alturas del Perú, y de esta manera se puso fin a la última invasión española en tierra argentina y puede afirmarse que entonces quedó cumplido el supremo anhelo del hijo de Salta que así sirvió a la Patria más allá de su llorada muerte”.

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